TIJUANA, B.C.-Estado de derecho. Un día sí y otro también se nos repite por todos los medios y por los altos, y algunos no tan altos, personajes de los tres niveles y de los tres órdenes de gobierno, que vivimos en un Estado de Derecho.
Esta es la respuesta que escuchamos ante el reclamo de los obreros de mejores salarios, de prestaciones o que se quejan de los abusos de sus patrones, lo mismo se escucha cuando campesinos o colonos salen a las calles a reclamar servicios, apoyos para los pequeños productores rurales o ante las manifestaciones estudiantiles por la falta de espacios en las escuelas de educación superior y por el casi nulo apoyo para los de escasos recursos. Siempre pues, que los más humildes recurren a la manifestación y a la protesta publicas se les recuerda y, tácitamente, se les amenaza, con el Estado de Derecho.
Aunque existen diversas definiciones de lo que significa el tan traído y llevado concepto del Estado de Derecho, podríamos decir que en lo sustantivo es aquel “en el que autoridades e individuos se rigen por el Derecho, y éste incorpora los derechos y las libertades fundamentales, y es aplicado por instituciones imparciales y accesibles que generan certidumbre.” El nacimiento del concepto de Estado de Derecho surgió como una necesidad contra el estado absolutista, en el cual el rey es la máxima autoridad, que se encuentra por encima de cualquier ciudadano, incluso sin que exista poder que pueda oponérsele, sin nada ni nadie que limite su voluntad o su deseo. Fue en la Francia revolucionaria que engendró en el siglo XVIII la Enciclopedia coordinada por Denis Diderot, y obras como El Espíritu de las Leyes de Montesquieu y El Contrato Social de Rousseau, pero sobre todo que nos legó el prototipo de la Revolución burguesa y frutos como la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano y el Code civil des Francais, el llamado Código Napoleónico, donde se radicó la idea de que el poder viene del pueblo, que la voluntad de éste es la única fuente legítima del poder, por lo que el gobernante no puede ejercerlo de modo omnímodo, sujeto sólo a su capricho y a su interés, sino que el poder público debe estar acotado por normas jurídicas, implicando, además, que el pueblo puede elegir libre y realmente a sus gobernantes.
Del 30 de mayo de este año al 11 de agosto, ¡74 días!, tres docenas de campesinos de la comunidad de Santo Domingo Yosoñama estuvieron secuestrados por autoridades y pobladores de San Juan Mixtepec, tomados como rehenes para inclinar a su favor la solución de un añejo conflicto agrario. El gobierno de Oaxaca nunca hizo nada por liberarlos a pesar de estar perfectamente ubicados, a pesar de la confesión plena del delito por parte de los criminales; el gobierno federal también se mantuvo total ente al margen: sin ver y sin oír, aunque durante esos dos meses de cruel e injusto cautiverio, los familiares y compañeros antorchistas de los secuestrados realizaron marchas multitudinarias y sostuvieron un plantón en pleno centro de Oaxaca. La negación total del Estado de Derecho anhelado por los enciclopedistas franceses. Para los mixtecos oaxaqueños de Yosoñama, no existió el discurso de que “nadie está por encima de la ley” que gustan de repetir los políticos en el poder. No fue hasta que corrió la sangre, hasta que la impunidad de que gozaban llevo a los agresores a escalar la violencia y balacearon a cinco vecinos de Santo Domingo Yosoñama, de lo que resultó asesinado Simón Antonio Santos, de 54 años de edad, que salieron libres el total de los secuestrados en San Juan Mixtepec. Sólo así pudieron disfrutar de uno de los derechos por el que más abogaban los autores de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano en 1789. ¿Y el famoso Estado de Derecho?
Nada de Estado de Derecho, ni cuando estaban secuestrados ni ahora que gozan de su libertad y pueden ver a sus seres queridos. Los asesinos y los secuestradores siguen libres y sin ningún castigo. La garantía del respeto al derecho de posesión, al derecho de seguir trabajando las tierras que sus más remotos han antepasados han hecho producir y han habitado, en las que nacieron y crecieron, sigue sin respetarse. En Oaxaca se vuelve a comprobar: para los pobres del campo y la ciudad no hay Estado de Derecho que valga. Si no luchan, si no se organizan y defienden, las leyes simplemente son letras con una sola lectura: la que beneficie a los poderosos, aunque para ello tengan que atropellarse de la forma más incontrovertible e impúdica los más elementales derechos de los humildes.
Aunque existen diversas definiciones de lo que significa el tan traído y llevado concepto del Estado de Derecho, podríamos decir que en lo sustantivo es aquel “en el que autoridades e individuos se rigen por el Derecho, y éste incorpora los derechos y las libertades fundamentales, y es aplicado por instituciones imparciales y accesibles que generan certidumbre.” El nacimiento del concepto de Estado de Derecho surgió como una necesidad contra el estado absolutista, en el cual el rey es la máxima autoridad, que se encuentra por encima de cualquier ciudadano, incluso sin que exista poder que pueda oponérsele, sin nada ni nadie que limite su voluntad o su deseo. Fue en la Francia revolucionaria que engendró en el siglo XVIII la Enciclopedia coordinada por Denis Diderot, y obras como El Espíritu de las Leyes de Montesquieu y El Contrato Social de Rousseau, pero sobre todo que nos legó el prototipo de la Revolución burguesa y frutos como la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano y el Code civil des Francais, el llamado Código Napoleónico, donde se radicó la idea de que el poder viene del pueblo, que la voluntad de éste es la única fuente legítima del poder, por lo que el gobernante no puede ejercerlo de modo omnímodo, sujeto sólo a su capricho y a su interés, sino que el poder público debe estar acotado por normas jurídicas, implicando, además, que el pueblo puede elegir libre y realmente a sus gobernantes.
Del 30 de mayo de este año al 11 de agosto, ¡74 días!, tres docenas de campesinos de la comunidad de Santo Domingo Yosoñama estuvieron secuestrados por autoridades y pobladores de San Juan Mixtepec, tomados como rehenes para inclinar a su favor la solución de un añejo conflicto agrario. El gobierno de Oaxaca nunca hizo nada por liberarlos a pesar de estar perfectamente ubicados, a pesar de la confesión plena del delito por parte de los criminales; el gobierno federal también se mantuvo total ente al margen: sin ver y sin oír, aunque durante esos dos meses de cruel e injusto cautiverio, los familiares y compañeros antorchistas de los secuestrados realizaron marchas multitudinarias y sostuvieron un plantón en pleno centro de Oaxaca. La negación total del Estado de Derecho anhelado por los enciclopedistas franceses. Para los mixtecos oaxaqueños de Yosoñama, no existió el discurso de que “nadie está por encima de la ley” que gustan de repetir los políticos en el poder. No fue hasta que corrió la sangre, hasta que la impunidad de que gozaban llevo a los agresores a escalar la violencia y balacearon a cinco vecinos de Santo Domingo Yosoñama, de lo que resultó asesinado Simón Antonio Santos, de 54 años de edad, que salieron libres el total de los secuestrados en San Juan Mixtepec. Sólo así pudieron disfrutar de uno de los derechos por el que más abogaban los autores de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano en 1789. ¿Y el famoso Estado de Derecho?
Nada de Estado de Derecho, ni cuando estaban secuestrados ni ahora que gozan de su libertad y pueden ver a sus seres queridos. Los asesinos y los secuestradores siguen libres y sin ningún castigo. La garantía del respeto al derecho de posesión, al derecho de seguir trabajando las tierras que sus más remotos han antepasados han hecho producir y han habitado, en las que nacieron y crecieron, sigue sin respetarse. En Oaxaca se vuelve a comprobar: para los pobres del campo y la ciudad no hay Estado de Derecho que valga. Si no luchan, si no se organizan y defienden, las leyes simplemente son letras con una sola lectura: la que beneficie a los poderosos, aunque para ello tengan que atropellarse de la forma más incontrovertible e impúdica los más elementales derechos de los humildes.
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